domingo, 11 de agosto de 2013

LIBERTAD: Un relato para el verano de Juan Escudero

Ya hemos rebasado el Ecuador de las vacaciones escolares; sin embargo, aquí, en nuestra "pecera" seguimos leyendo y seleccionando buenas lecturas para toda la comunidad educativa del IES Zoco. Queremos ofreceros -en directo- el relato de nuestro alumno de 4º de ESO, JUAN ESCUDERO PEDROSA, un chico con alma de científico y corazón de escritor. Destacaremos de este relato que ha sido el tercer finalista en el II Certamen Literario del colegio Alauda de Córdoba y, como podréis comprobar algunos, su lectura nos transporta -en cierto modo- al mundo y la temática del escritor mejicano Juan Rulfo aunque nuestro alumno no ha leído aún nada de la obra del autor de Pedro Páramo.
 
LIBERTAD
“Un pie tras otro. Primero uno. Después otro”, me decía a mi mismo para alentarme a continuar en aquel lugar alejado de todo signo de piedad, desubicado en el mapa que mi mente intentaba trazar. Casi ciego, aún podía oír chocar contra aquel suelo escabroso las cadenas de los que iban rindiéndose. Estas, como si de plomo se tratase, caían estrepitosamente, socavando la moral de aquellos que todavía se mantenían en pie y conformando un círculo vicioso del que aparentemente era imposible escapar.
El ritmo parecía haberse estancado cuando a mis espaldas sonó un estallido, precedido por un destello intenso y fugaz que iluminó los rostros que miraban con resignación. El bisbiseo formado se vio interrumpido por otro fogonazo que, esta vez sí, apagó todas las miradas hundiéndolas en el suelo. Tornamos dóciles los pies a caminar, dejando atrás la estampa atroz que marcaría el resto del viaje. Sobre nuestras huellas dejábamos la sangre de los que nos acompañaban, la que nunca podría fundirse en el suelo al provenir del más cruel de los paisajes que pudiera el ser humano crear. Seguramente no tuviese más de trece años, pero nuestra suerte no entendía de edad. Nos atrapaba a todos por igual, sumiéndonos en el ineludible destino al que estábamos condenados.
Sin dejar de andar, los días se iban sucediendo. Cuando la luz todavía alcanzaba a dejarnos ver, el rumor de los motores y los ladridos de los perros marcaban el ritmo de los pasos. Al ponerse el sol, los rifles imponían la disciplina.
Aquel día la oscuridad nos invadía silenciosamente mientras nosotros aún caminábamos. Avanzábamos con la nefasta rutina que nos escoltaba desde el inicio del viaje, cuando el runrún propio de la marcha se transformó en voces alarmadas, al principio ininteligibles. La inquietud se extendió en poco tiempo, desde el que suponíamos adalid de aquella hueste hasta los que compartían mi misma suerte. Todos miraban hacia mí. No lograba entender qué pasaba. Todos movían inquietos los pies y sacudían discretamente las manos. Entonces, me di cuenta. Faltaba uno.
 Sí, el chico había desaparecido, el chico que había permanecido tras de mí todo el trayecto. Intentaba darle rostro al desaparecido, pero por más que trataba de hacerlo no conseguía recordarlo. Estímulos externos me despertaron de mi letargo. Entonces, me vi envuelto en el tiroteo.
 Me tiré al suelo e intenté arrastrarme fuera del alcance de las balas. La adrenalina crecía a niveles peligrosos. Me puse en pie y comencé a correr. Un hombre uniformado y ensangrentado me impidió el paso y sin pensarlo me abalancé sobre él. Tomé su arma y disparé al suelo, intentando romper las cadenas que entorpecían mi marcha. Tras un intento fallido, lo conseguí. Maniatado aún, llegué hasta unas piedras y me resguardé tras ellas.
 Pegué un salto. El chico que -tal vez involuntariamente- había armado el revuelo, estaba sentado a  mi  lado, con la espalda apoyada sobre la piedra y las manos en el abdomen... Pero no era un chico. No me había fijado bien hasta ahora. Con las manos en el vientre intentaba instintivamente proteger a su hijo.
 Recorrió mi cuerpo con su mirada y la fijó en mi pierna, que estaba sangrando. De un disparo rompí las cadenas que ataban sus pies, tras lo cual balbuceó alguna palabra incomprensible a modo de agradecimiento. Asomé la cabeza unos segundos para contemplar la degollina que estaba teniendo lugar. Un hombre alto y con un cuchillo en la mano se dirigía hacia nosotros. Disparé sin titubear, y, acto seguido, empezamos a correr, alejándonos de los gritos cada vez más intermitentes. Pero si esos alaridos se hacían inaudibles, el ruido de los motores parecía cada vez más próximo.
 Corría a mi lado con dificultad, cuando de repente, se desplomó. Paré en seco y me detuve a su lado para intentar levantarla, cuando, en un amago de voltearla, vi una hendidura en su espalda. El vehículo nos adelantó y frenó levantando una nube de polvo amarillento. De él bajaron cuatro hombres armados, que se dirigieron a nosotros mientras gritaban. Al llegar hasta nosotros, el primero de ellos se acercó a la muchacha y pegó una patada al cuerpo de la joven, uniéndosele el segundo, mientras el tercero me agarraba para levantarme. Unos instantes después los demás abandonaron el cuerpo magullado e inerte de la chica y se acercaron a mí. Un culatazo me humedeció la boca con un cálido sabor férreo.
 A empujones y patadas, me dirigieron hacia el sendero del que nos habíamos alejado. Allíse sostenían en pie la mitad de los que, antes de escapar, me había entretenido calculando, mientras la otra mitad descansaba en el suelo. Con desprecio nos vigilaban entre fuertes risotadas, pese a la congoja del ambiente; mientras tanto, nosotros deambulábamos pesarosos aguardando con recelo el próximo acontecimiento que nos redimiese de la insufrible rutina. Pero los gemidos de los heridos producían en mí un desasosiego que me incitaba a evadirme de aquél lugar y que despertó un deseo de volver a vivir fuera de las imposiciones de aquella gavilla.
 Llegó la noche y con ella el abandono de su trabajo por parte de los vigilantes, un descuido del deber.  Con una luna oculta tras las nubes, solo se veían algunas siluetas cuyo origen estaba en la luz de los faros, de un amarillo intenso, que no permitían distinguir nada más allá de unos metros. Sin hacer ruido, repté cuidadosamente entre los cuerpos agotados de mis iguales, empolvando mi piel con la arena del desierto, ensuciándola.
 Algo me sujetó la pierna. Lancé un gemido a causa del dolor y aterrado volví la vista atrás. Un hombre, de color negro, agarraba mi pierna. Viendo la expresión de dolor en mi rostro, liberó mi extremidad, aunque el dolor no cesó por ello. Con un ademán de conformidad, me indicó que continuase, así que proseguí la huida acompañado.
 Hallé en aquella oscuridad el sendero  y, ya de pie, empecé a correr como pude. Aunque el dolor persistía, prevalecía sobre él el temor a que nos sorprendiesen. Con toda seguridad, no volverían a darme la oportunidad de ser vendido por un precio razonable a pesar de mi estado. Pero una intensa sed provocada por el árido desierto que me rodeaba, comenzó a mostrar sus efectos y, tambaleante, me desmoroné poco a poco hasta caer rendido en aquél árido suelo. Por momento se iban fundiendo entre sí  las voces que hablaban de continuar con otras de las que ni de su origen ni de su mensaje estoy muy seguro. Con suerte la noche no sería demasiado fría.
 Rodeé mi cabeza para evitar oler la tierra estéril, y al hacerlo, pude contemplar cómo un cuervo posaba cuidadosamente las alas mientras crascitaba con un sonido áspero y estridente, como si tratase de anunciar mi hado. Hice un esfuerzo por producir saliva y humedecer con ella mis labios, secos y resquebrajados; pero mi cuerpo, carente de todo líquido, era incapaz de producir ni la más mínima cantidad de saliva. Arrastré mis manos desde el horizonte hasta mis hombros y arqueé mis brazos, señalando con los codos  las estrellas, ahogadas por el ya intenso sol. Extendí los brazos, dejando caer el mermado peso de mi cuerpo sobre ellos y los hundí hasta las muñecas en la arena. Postrado, elevé primero la rodilla izquierda hasta situar la canilla perpendicular al suelo. Desdoblé la corva y, ya de pie, intenté fijar mi vista en el horizonte más lejano.
 No había nada. Elegí una dirección al azar y me encomendé a la suerte.  A mi paso, se sucedían restos de animales que ya desfallecieron y arbustos pequeños de un verde pálido y seco. El aire parecía oscilar a causa de la temperatura, y en el suelo se formaban imágenes borrosas que se asemejaban a cualquier cosa que quisiese uno imaginar. Y yo necesitaba calmar mi sed.
Quizás no fuese una alucinación, ni un espejismo. Recuerdo cómo en mi aldea oíamos historias de viajeros que morían en el desierto creyendo haber hallado un oasis. Pero también había historias en la que uno de estos refugios les salvaba la vida, y no tenía otra opción. Dirigí mi esfuerzo hacia aquél lugar, intentando no malgastar los pocos pasos que me quedaban.
Mi lema volvía a ser “Un pie tras otro. Primero uno. Después otro”. Intentaba sacar energía de los lugares más recónditos de mi cuerpo para avanzar. No recuerdo haber sentido dolor en la pierna en ese momento, ni tampoco a qué ritmo avanzaba. Pero estaba cada vez más cerca de mi salvación. Podría sobrevivir, podría volver a mi aldea y ver lo que quedó de ella. Podría buscar a mi familia. Quizás diese con mis hermanos en algún sitio, tan solo tendría que seguir las pistas del saqueo. Podría vengarme...
 Cada vez corría más rápido. Me faltaba la respiración, pero seguía corriendo. Me faltaban fuerzas, pero seguía exprimiendo hasta la última gota de energía. Ya solo quedaban algunos para llegar a mi meta. Unos pasos más...
 Todo se desvaneció de repente. Las palmeras se fundieron entre las dunas y el agua se evaporó dejando en su lugar valles de arena y polvo. Caí, rendido, agotado, pensativo, paciente. Y en ese mismo lugar me hallo ahora. Una lágrima brota de mis ojos, resbala por mi mejilla, y llega hasta mis labios. Por fin noto que mis labios vuelven a cobrar vida, al contrario que yo. Ni siquiera me duele la pierna. Relajado, me dejo caer hacia atrás. Estoy tendido en la arena, posición supina, mientras pensaba en todo lo que había pasado y lo que iba a pasar. Por fin soy libre.