Ya hemos rebasado el Ecuador de las vacaciones escolares; sin embargo, aquí, en nuestra "pecera" seguimos leyendo y seleccionando buenas lecturas para toda la comunidad educativa del IES Zoco. Queremos ofreceros -en directo- el relato de nuestro alumno de 4º de ESO, JUAN ESCUDERO PEDROSA, un chico con alma de científico y corazón de escritor. Destacaremos de este relato que ha sido el tercer finalista en el II Certamen Literario del colegio Alauda de Córdoba y, como podréis comprobar algunos, su lectura nos transporta -en cierto modo- al mundo y la temática del escritor mejicano Juan Rulfo aunque nuestro alumno no ha leído aún nada de la obra del autor de Pedro Páramo.
LIBERTAD
“Un pie tras otro. Primero uno. Después otro”, me decía a mi
mismo para alentarme a continuar en aquel lugar alejado de todo signo de
piedad, desubicado en el mapa que mi mente intentaba trazar. Casi ciego, aún
podía oír chocar contra aquel suelo escabroso las cadenas de los que iban
rindiéndose. Estas, como si de plomo se tratase, caían estrepitosamente,
socavando la moral de aquellos que todavía se mantenían en pie y conformando un
círculo vicioso del que aparentemente era imposible escapar.
El ritmo parecía haberse estancado cuando a mis espaldas sonó
un estallido, precedido por un destello intenso y fugaz que iluminó los rostros
que miraban con resignación. El bisbiseo formado se vio interrumpido por otro
fogonazo que, esta vez sí, apagó todas las miradas hundiéndolas en el suelo.
Tornamos dóciles los pies a caminar, dejando atrás la estampa atroz que
marcaría el resto del viaje. Sobre nuestras huellas dejábamos la sangre de los
que nos acompañaban, la que nunca podría fundirse en el suelo al provenir del
más cruel de los paisajes que pudiera el ser humano crear. Seguramente no
tuviese más de trece años, pero nuestra suerte no entendía de edad. Nos
atrapaba a todos por igual, sumiéndonos en el ineludible destino al que
estábamos condenados.
Sin dejar de andar, los días se iban sucediendo. Cuando la
luz todavía alcanzaba a dejarnos ver, el rumor de los motores y los ladridos de
los perros marcaban el ritmo de los pasos. Al ponerse el sol, los rifles
imponían la disciplina.
Aquel día la oscuridad nos invadía silenciosamente mientras
nosotros aún caminábamos. Avanzábamos con la nefasta rutina que nos escoltaba
desde el inicio del viaje, cuando el runrún propio de la marcha se transformó
en voces alarmadas, al principio ininteligibles. La inquietud se extendió en
poco tiempo, desde el que suponíamos adalid de aquella hueste hasta los que
compartían mi misma suerte. Todos miraban hacia mí. No lograba entender qué
pasaba. Todos movían inquietos los pies y sacudían discretamente las manos.
Entonces, me di cuenta. Faltaba uno.
Sí, el chico había desaparecido, el chico que había
permanecido tras de mí todo el trayecto. Intentaba darle rostro al
desaparecido, pero por más que trataba de hacerlo no conseguía recordarlo.
Estímulos externos me despertaron de mi letargo. Entonces, me vi envuelto en el
tiroteo.
Me tiré al suelo e intenté arrastrarme fuera del alcance de
las balas. La adrenalina crecía a niveles peligrosos. Me puse en pie y comencé
a correr. Un hombre uniformado y ensangrentado me impidió el paso y sin
pensarlo me abalancé sobre él. Tomé su arma y disparé al suelo, intentando
romper las cadenas que entorpecían mi marcha. Tras un intento fallido, lo
conseguí. Maniatado aún, llegué hasta unas piedras y me resguardé tras ellas.
Pegué un salto. El chico que -tal vez involuntariamente-
había armado el revuelo, estaba sentado a
mi lado, con la espalda apoyada
sobre la piedra y las manos en el abdomen... Pero no era un chico. No me había
fijado bien hasta ahora. Con las manos en el vientre intentaba instintivamente
proteger a su hijo.
Recorrió mi cuerpo con su mirada y la fijó en mi pierna, que
estaba sangrando. De un disparo rompí las cadenas que ataban sus pies, tras lo
cual balbuceó alguna palabra incomprensible a modo de agradecimiento. Asomé la cabeza
unos segundos para contemplar la degollina que estaba teniendo lugar. Un hombre
alto y con un cuchillo en la mano se dirigía hacia nosotros. Disparé sin
titubear, y, acto seguido, empezamos a correr, alejándonos de los gritos cada
vez más intermitentes. Pero si esos alaridos se hacían inaudibles, el ruido de
los motores parecía cada vez más próximo.
Corría a mi lado con dificultad, cuando de repente, se
desplomó. Paré en seco y me detuve a su lado para intentar levantarla, cuando,
en un amago de voltearla, vi una hendidura en su espalda. El vehículo nos
adelantó y frenó levantando una nube de polvo amarillento. De él bajaron cuatro
hombres armados, que se dirigieron a nosotros mientras gritaban. Al llegar
hasta nosotros, el primero de ellos se acercó a la muchacha y pegó una patada
al cuerpo de la joven, uniéndosele el segundo, mientras el tercero me agarraba
para levantarme. Unos instantes después los demás abandonaron el cuerpo
magullado e inerte de la chica y se acercaron a mí. Un culatazo me humedeció la
boca con un cálido sabor férreo.
A empujones y patadas, me dirigieron hacia el sendero del que
nos habíamos alejado. Allíse sostenían en pie la mitad de los que, antes de
escapar, me había entretenido calculando, mientras la otra mitad descansaba en
el suelo. Con desprecio nos vigilaban entre fuertes risotadas, pese a la
congoja del ambiente; mientras tanto, nosotros deambulábamos pesarosos
aguardando con recelo el próximo acontecimiento que nos redimiese de la
insufrible rutina. Pero los gemidos de los heridos producían en mí un
desasosiego que me incitaba a evadirme de aquél lugar y que despertó un deseo
de volver a vivir fuera de las imposiciones de aquella gavilla.
Llegó la noche y con ella el abandono de su trabajo por parte
de los vigilantes, un descuido del deber.
Con una luna oculta tras las nubes, solo se veían algunas siluetas cuyo
origen estaba en la luz de los faros, de un amarillo intenso, que no permitían
distinguir nada más allá de unos metros. Sin hacer ruido, repté cuidadosamente entre
los cuerpos agotados de mis iguales, empolvando mi piel con la arena del
desierto, ensuciándola.
Algo me sujetó la pierna. Lancé un gemido a causa del dolor y
aterrado volví la vista atrás. Un hombre, de color negro, agarraba mi pierna.
Viendo la expresión de dolor en mi rostro, liberó mi extremidad, aunque el
dolor no cesó por ello. Con un ademán de conformidad, me indicó que continuase,
así que proseguí la huida acompañado.
Hallé en aquella oscuridad el sendero y, ya de pie, empecé a correr como pude.
Aunque el dolor persistía, prevalecía sobre él el temor a que nos
sorprendiesen. Con toda seguridad, no volverían a darme la oportunidad de ser
vendido por un precio razonable a pesar de mi estado. Pero una intensa sed
provocada por el árido desierto que me rodeaba, comenzó a mostrar sus efectos
y, tambaleante, me desmoroné poco a poco hasta caer rendido en aquél árido
suelo. Por momento se iban fundiendo entre sí las voces que hablaban de continuar con otras
de las que ni de su origen ni de su mensaje estoy muy seguro. Con suerte la
noche no sería demasiado fría.
Rodeé mi cabeza para evitar oler la tierra estéril, y al
hacerlo, pude contemplar cómo un cuervo posaba cuidadosamente las alas mientras
crascitaba con un sonido áspero y estridente, como si tratase de anunciar mi
hado. Hice un esfuerzo por producir saliva y humedecer con ella mis labios,
secos y resquebrajados; pero mi cuerpo, carente de todo líquido, era incapaz de
producir ni la más mínima cantidad de saliva. Arrastré mis manos desde el horizonte
hasta mis hombros y arqueé mis brazos, señalando con los codos las estrellas, ahogadas por el ya intenso sol.
Extendí los brazos, dejando caer el mermado peso de mi cuerpo sobre ellos y los
hundí hasta las muñecas en la arena. Postrado, elevé primero la rodilla
izquierda hasta situar la canilla perpendicular al suelo. Desdoblé la corva y,
ya de pie, intenté fijar mi vista en el horizonte más lejano.
No había nada. Elegí una dirección al azar y me encomendé a
la suerte. A mi paso, se sucedían restos
de animales que ya desfallecieron y arbustos pequeños de un verde pálido y
seco. El aire parecía oscilar a causa de la temperatura, y en el suelo se
formaban imágenes borrosas que se asemejaban a cualquier cosa que quisiese uno
imaginar. Y yo necesitaba calmar mi sed.
Quizás no fuese una alucinación, ni un espejismo. Recuerdo
cómo en mi aldea oíamos historias de viajeros que morían en el desierto
creyendo haber hallado un oasis. Pero también había historias en la que uno de
estos refugios les salvaba la vida, y no tenía otra opción. Dirigí mi esfuerzo
hacia aquél lugar, intentando no malgastar los pocos pasos que me quedaban.
Mi lema volvía a ser “Un pie tras otro. Primero uno. Después
otro”. Intentaba sacar energía de los lugares más recónditos de mi cuerpo para
avanzar. No recuerdo haber sentido dolor en la pierna en ese momento, ni
tampoco a qué ritmo avanzaba. Pero estaba cada vez más cerca de mi salvación.
Podría sobrevivir, podría volver a mi aldea y ver lo que quedó de ella. Podría
buscar a mi familia. Quizás diese con mis hermanos en algún sitio, tan solo
tendría que seguir las pistas del saqueo. Podría vengarme...
Cada vez corría más rápido. Me faltaba la respiración, pero
seguía corriendo. Me faltaban fuerzas, pero seguía exprimiendo hasta la última
gota de energía. Ya solo quedaban algunos para llegar a mi meta. Unos pasos
más...
Todo se desvaneció de repente. Las palmeras se fundieron entre
las dunas y el agua se evaporó dejando en su lugar valles de arena y polvo. Caí,
rendido, agotado, pensativo, paciente. Y en ese mismo lugar me hallo ahora. Una
lágrima brota de mis ojos, resbala por mi mejilla, y llega hasta mis labios.
Por fin noto que mis labios vuelven a cobrar vida, al contrario que yo. Ni
siquiera me duele la pierna. Relajado, me dejo caer hacia atrás. Estoy tendido
en la arena, posición supina, mientras pensaba en todo lo que había pasado y lo
que iba a pasar. Por fin soy libre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Qué te ha parecido este post?